En la fe luterana, entendida y vivida como saber inmediato de Dios  pro nobis, ha de verse, pues, el inicio de un proceso de secularización, que atraviesa toda la edad moderna. Del idealismo religioso –Dios cierto  y  aprehendido en la Gewissen– era fácil pasar al idealismo filosófico, con solo convertir la conciencia en el tipo de  saber propio del hombre.  Esta dirección ya fue mostrada por W. Dilthey: “hay que destacar –dice— lo que une a Lutero, hacia atrás, con la mística alemana y, hacia adelante, con el idealismo trascendental, y por lo cual fue para sus contemporáneos el renovador de la sociedad sobre los más hondos fundamentos religioso-morales”. Pero progresivamente tales fundamentos, oriundos de la experiencia religiosa, fueron destiñéndose en fundamentos meramente ontológicos y morales.

 

            Entre los factores fundamentales de esta secularización, hay que mencionar, ante todo, el mismo  principio de la  autonomía de la subjetividad, peraltado ahora religiosamente a un rango absoluto, pues no se trata de la mera voluntad subjetiva y contingente, sino del sujeto en su relación inmediata con Dios, lo que trae consigo una liberación absoluta de toda exterioridad y enajenación. Téngase en cuenta, en segundo lugar, la idea del sacerdocio universal de los fieles, en cuanto que por ser bautizados participan, según san Pedro (I, 2,9) en  el sacerdocio real  de Cristo, único mediador y cabeza del cuerpo místico de su Iglesia. Desaparece así la separación  entre eclesiástico y laico, pues la diferencia es de función, pero no de autoridad y rango, y con ello el orden jurisdiccional canónico. Por lo demás, el principio de la igualdad del hombre, defendido celosamente por el cristianismo, adquiere un nuevo refuerzo y verificación, pues aun cuando hay diversidad de dones, todos son miembros del mismo cuerpo de Cristo. Esto supone que  no hay una administración eclesial del orden de la salvación, sino que cada fiel tiene la responsabilidad y el control de su conciencia religiosa.  Únese a ello el tercer factor decisivo,  el libre examen en la interpretación de las Sagradas  Escrituras, al margen de la tradición y la autoridad de la Iglesia, pues aparte de  ser claras y sencillas, en cuanto  mensaje universal dirigido a la salud de  todos, el creyente cuenta con la revelación  del Espíritu para encontrar su sentido interior y propio.  Es el espiritual el que entiende y sabe de las cosas espirituales, y no el hombre culto o erudito en disciplinas humanas. El libre examen desató la crítica a toda idea o norma  recibida y a toda forma de tradición, robusteció la conciencia individual y democratizó  los modos de comportamiento tanto en la comunidad religiosa como en la sociedad civil. El principio luterano fue celebrado como el medio de dinamizar y democratizar la cultura frente al dogmatismo y al fanatismo. Entre nosotros, Miguel de Unamuno, –protestante liberal de mente y actitud, pero católico de corazón porque creía en  la escatología religiosa–, vio en el libre examen el principio de desamortización  de todos los bienes espirituales y culturales de cualquier forma de protección dogmática o disciplinar:

Un cuarto factor secularizador fue la separación entre fe y teología natural, tomándose en serio  aquella indicación de san Pablo de que la fe cristiana es locura para el pagano, pero la sabiduría de este mundo es basura ante los ojos de la fe. Contrapone así Lutero la theología crucis, –de la kenosis y la humildad de Dios, propia e interior a la fe cristiana, a una “teología de la gloria”, de inspiración aristotélica, que lo entiende a través de su reflejo en el mundo. Esta separación tuvo un efecto doble: de un lado excluía el contenido de la fe de  toda mediación por la razón natural, pero del otro liberaba a ésta, como saber temporal, de la subordinación a la teología. No obstante, en la medida en que el luteranismo se convirtió en un foco determinante de toda la  cultura, hizo surgir en su seno, conforme a su propia lógica reduccionista, un nuevo tipo de racionalidad gnóstica y dialéctica, que digería el contenido del dogma religioso en verdad especulativa, como testimonia el pensamiento de Hegel. Un proceso análogo acontece con respecto a la relación de la  ética y la fe. De un lado, Lutero rechaza toda ética natural, que pretenda justificar la conducta del hombre con criterios de pura razón, a la que toma por pelagianismo, pero,  a la vez, del otro, propicia,  indirectamente, una ética  formal, plenamente  autónoma de la metafísica, como la de Kant, y deudora de la conciencia de culpa a causa del sentido incondicional de deber.

Por último, un quinto factor determinante del mundo moderno  fue  la liberación de la política del poder espiritual directivo del Papa y su restauración en manos del poder temporal del príncipe. Lutero defiende, al modo tradicional que todo poder depende de Dios e insta, en consecuencia, a la obediencia al poder legítimo constituido, pero  desactiva el poder espiritual de la Iglesia, alegando que Cristo no tiene dos cuerpos (secular y espiritual) sino un único cuerpo. Niega que haya habido una institución directa del poder espiritual del Papado por parte de Cristo. A su vez, la tesis del sacerdocio real otorga a los príncipes, en cuanto bautizados, el ministerio de dirigir al pueblo de Dios. Esto comporta que el poder temporal es en sí mismo espiritual y no necesita de ninguna  justificación heterónoma en cuanto brazo secular de la Iglesia. Si se tiene en cuenta, por lo demás,  la igualdad de rango de todos los bautizados, se sigue de ello una necesaria  democratización del poder. A la par, pues, que se elimina la actividad político/eclesiástica (el clericalismo), se acepta el orden político autónomo, fundado en la asociación y el derecho, y se respetan los ordenamientos seculares del Estado, que debe regir todos los oficios y deberes en función de la utilidad social.