Mi propósito es evocar las principales vicisitudes biográficas y la impronta de Valentín Andrés Álvarez, académico que fue de esta corporación durante tres decenios, entre 1952 y 1982. Para ello, primero distingo las etapas de su itinerario vital y luego aporto algunas notas sobre su estilo de ser y estar. Son estas últimas las que se ofrecen a continuación, a modo de resumen.

Cinco rasgos de un muy definido estilo personal es lo que mi memoria mejor retiene del hombre que tuve cerca no pocas veces en los últimos diez años de su vida. Un hombre que entraba entonces en la senectud —el periodo que sigue a la madurez, según definición académica—, en una ancianidad que trasmitía, más aún que serena aceptación de lo que el paso del tiempo impusiera, agradecimiento por lo vivido y por lo que restara de vivir. Gozosa ancianidad: se envejece como se vive.

He aquí algunos rasgos de su estilo personal. Ante todo, la pulcritud, esa forma superior de la elegancia. Esmerado en el gesto y en el habla, se movía con la misma cuidada naturalidad donde la formalidad era exigible que cuando se imponía lo informal. Su apostura no se basaba en talla o parecido corporal, sino en actitud, en la distinción de maneras y gustos. Hasta fumar —y siempre lo hizo con envidiable delectación— se convertía en una prueba de pulcritud que casi trascendía lo físico.

La discreción era igualmente un marcado rasgo suyo. La discreción como cualidad ética y también estética. Valentín Andrés Álvarez rehuyó siempre protagonismos innecesarios, sin alardear de sus muchos saberes. Conversador casi vocacional —“lo que más le gustaba era conversar”, se ha dejado escrito con acierto—, poseía el don —ya se ha dicho— de saber escuchar, con ademán abierto y comprensivo. Mereciéndose en distintos foros un puesto preeminente, prefería optar por compartirlo o restarle relieve.

Quizá eso estaba relacionado con el huir de posiciones extremas. No se dejó arrebatar Valentín Andrés Álvarez por la tensa polarización de opiniones y actitudes tan frecuente en la vida intelectual y política del tiempo que le tocó vivir. Liberal en sus convicciones y en su conducta, no hizo de ello una militancia ostentosa. Hombre de concordia, políticamente sería encuadrable en lo que se ha dado en llamar “Tercera España”, la que rehúye el frentismo. Y como economista, a su eclecticismo doctrinal le cuadra bien el título de la obra que recoge algunos de sus trabajos dispersos: Liberalismo económico y reformismo social.

Nunca tenía prisa o conseguía disimularla, y este era otro signo distintivo. En sus años tardíos resultaba muy aparente, pero toda su obra, la literaria y la científica, sugiere un modo de trabajar ajeno a la compulsividad, a la inmediatez, retomando con mucha frecuencia pasajes y textos anteriores para ofrecerlos más depurados, mejor acabados. Escribía como hablaba: pausadamente, con argumentación bien trenzada, puliendo la expresión y con una caligrafía diáfana. Por eso sus páginas tienen mucho de “artesanía intelectual”, en el elevado sentido que diera a esta expresión Wright Mills. No tuvo prisa para nada en su vida: ni para cerrar la etapa de formación universitaria, ni para profesionalizarse, ni para publicar, ni tampoco —déjeseme decirlo— para formar una familia. Su vitalismo era un vitalismo templado por ese no apresurarse.

Y todavía un último componente del todo característico de obra y autor: el humor. Ese que comienza por “reírse uno de sí mismo” (“humor asturiano”, tal como él mismo lo definió). Humor agudo sin llegar a la socarronería, nutrido de la sabia ironía que no agrede y, a la vez, evita cualquier atisbo de engolamiento. Toda la obra literaria y ensayista de Valentín Andrés Álvarez encuentra en ese sentido del humor el tono dominante, un elemento identificativo básico. Y en su conversación mantenía igualmente tal pauta, buscando el hallazgo ingenioso o la paradoja desconcertante, muy al gusto ramoniano.