La necesidad de debatir sobre “el discurso del odio” (hate speech) se ha puesto sobre el tapete en los últimos tiempos a raíz de acontecimientos como el asesinato de doce personas del semanario Charlie Hebdo en enero de 2015; los dibujos satíricos que el mismo semanario dedicó el 2 de septiembre de 2016 a los damnificados por el terremoto de Amatrice, los discursos de los partidos políticos populistas en Europa con mensajes xenófobos, a raíz de la crisis de los refugiados políticos, la insultante campaña de Donald Trump contra la inmigración mexicana, y muchos otros. Debatir sobre ellos los discursos del odio es necesario porque pueden llegar a considerarse como “delitos de odio” (hate crimes) y, por otra parte, porque una sociedad madura se pregunta cada vez más si ese tipo de discursos no es un obstáculo para construir una convivencia democrática.

     El epicentro del debate en los países democráticos suele situarse en el conflicto que puede producirse entre el ejercicio de la libertad de expresión de quien pronuncia el discurso presuntamente dañino y el hecho de que ese discurso atente contra algún otro bien que una sociedad democrática debe proteger. En la intervención se aborda el problema y se sugiere una propuesta que pueda ayudar a superar la disyuntiva “o libertad de expresión irrestricta o limitación de la misma” desde una necesaria articulación de ética y derecho.

     Los discursos del odio se caracterizan por los siguientes rasgos: 1) Se dirigen contra un individuo porque goza de un rasgo que le incluye en un determinado colectivo. 2) Se estigmatiza a ese colectivo atribuyéndole actos que son perjudiciales para la sociedad, aunque sea  difícil comprobarlos, si no imposible. 3) Se sitúa al colectivo en el punto de mira del odio, entiéndase como se entienda el término “odio”. 4) Quien pronuncia el discurso está convencido de que existe una desigualdad estructural en relación con la víctima, cree que se encuentra en una posición de superioridad frente a ella.  5) El discurso tiene escasa o nula argumentación.

A estas características habría que añadir otras tres: 1) El discurso es monológico, quien lo pronuncia no considera a su oyente como un interlocutor válido, sino como un objeto que no merece respeto alguno. 2) Una acción comunicativa es un acto de habla, y como bien han mostrado autores como Austin, Searle, Apel o Habermas, el discurso es una acción con capacidad de dañar por sí mismo, hablar es actuar. 3) Establece una relación de asimetría, que atenta contra los principios más básicos de un êthos democrático.

Articular libertad de expresión e igual consideración y respeto es el gran desafío. Para lograrlo la intervención recorre los siguientes pasos: 1) Distinción entre discurso y delito de odio. 2) Destaca los problemas jurídicos fundamentales que el asunto plantea. 3) Se pregunta por la forma de superar el conflicto entre libertad de expresión y discurso del odio en la construcción de un modelo democrático, teniendo en cuenta tres modelos que plantea Miguel Revenga, a saber, tolerante, intransigente y militante, analizando sus ventajas y sus inconvenientes.

A partir de este punto se muestra cómo es preciso complementar las propuestas jurídicas de solución con propuestas éticas, porque la distinción entre libertad externa (jurídica) y libertad interna (moral) sigue vigente, y la coacción externa no basta, sino que es indispensable la autocoacción. Pero no una autocoacción individual, sino la que propicia el cultivo de una ética cívica intersubjetiva.  

 El cultivo de esa ética considera sagrada la libertad, pero una libertad igual, porque la libertad individual es el valor supremo del liberalismo, pero el de la democracia es la libertad igual, que se conquista desde el diálogo y desde el reconocimiento mutuo. No desde individuos atomizados, sino desde personas en relación. Por eso su virtud suprema es la tolerancia frente a la intolerancia, pero da un paso más hacia el respeto activo de la dignidad. Que hacen posible configurar un êthos democrático, no desde la coacción estatal, sino de la educación del carácter. Se trata de la ética cívica, que no es subjetiva, sino intersubjetiva, no es una cuestión de opiniones o preferencia subjetivas, porque se refiere a cuanto exige el respeto a la dignidad de las personas.

     La ética cívica de una sociedad pluralista y democrática es una ética de la corresponsabilidad por los pronombres personales que constituyen los nudos de cualquier diálogo sobre lo justo. Los discursos del odio debilitan la convivencia y cortan los vínculos interpersonales. Cuando la calidad de una sociedad democrática se mide por el nivel alcanzado en el reconocimiento mutuo de la dignidad, no calculando hasta dónde se puede llegar dañando a otro sin incurrir en delito punible.