Que el mercado competitivo asigna recursos eficientemente es aducido frecuentemente para justificar un reducido papel para el Sector público. Sin embargo, pocas veces se reconoce la frecuencia con que se incumplen los supuestos que garantizan tal propiedad, ni se repara en que el concepto de eficiencia utilizado es compatible con elevados niveles de desigualdad.
Por el contrario, los abundantes fallos de mercado sugieren un mayor papel para el Estado. También lo sugieren así sus importantes responsabilidades: educación, sanidad, seguridad, las infraestructuras, la regulación laboral, la mejora de la competitividad. Parece evidente que el primer papel del sector público deba ser ocuparse de que ningún ciudadano se vea privado del acceso a la sanidad, educación, o al disfrute de bienes públicos de calidad, por razón de renta, género, edad, o raza.
Pero, incluso esta concepción más amplia del Estado se está desbordando en los momentos de crisis que, lamentablemente, nos está tocando vivir en este primer cuarto del siglo XXI.
El progreso futuro requerirá una amplia colaboración público-privada, que permita decisivos avances en innovación, y una ansiada reforma de la Administración, que pase a estar definitivamente al servicio de los ciudadanos, y no de los partidos políticos y los lobbies. Tal reforma pasaría por la profesionalización de los directivos públicos, operando en agencias independientes del poder político y el estricto cumplimiento del trinomio: transparencia, evaluación de políticas públicas y rendición de cuentas por parte de los responsables de la gestión publica.
Imposible lograrlo sin acabar con la crispación política, y sin la aceptación del consenso, la colaboración y el compromiso como elementos de transformación. Solo así podría lograrse un verdadero sentimiento de comunidad nacional, base para el progreso futuro del país.