La lección versó sobre la presunta crisis de Occidente, que suele subsumirse bajo el nombre de declinism o “decadentismo. Su eludió entrar en su dimensión geopolítica, las posibles manifestaciones de pérdida de hegemonía política del bloque occidental, concentrándose el análisis en la dimensión interna. La reflexión se organizó a partir de tres grandes apartados. El primero se presentó como “el cambio de cronotopo”, la pérdida de la idea de progreso. Luego se concentró en lo que podría denominarse el síndrome de “sociedad estancada”. Y por último se abordó el tema de “la pérdida de identidad de Occidente”, que abundó en la cuestión de hasta qué punto se están poniendo en cuestión nuestros fundamentos normativos y, por tanto, nuestra identidad común como civilización.

El primer bloque, el “cambio de cronotopo” trató de sacar a la luz cómo el régimen general de la modernidad estaba orientado al futuro: el futuro como el horizonte de las posibilidades abiertas, donde lo viejo superado, el pasado, se cambia continuamente por lo nuevo, desde la técnica a la economía o la política, y se subraya la idea de que Occidente cobra su identidad a partir de la idea del futuro como progreso, como recurso de supervivencia y mejoramiento continuo de la situación presente. Esta percepción es la que poco a poco fue dando paso a otra caracterizada por el debilitamiento de la expectativa de futuro salvo la necesidad de defendernos frente a él, y que se manifiesta sobre todo en la perspectiva del cambio climático y las cautelas ante el desarrollo tecnológico.

Junto a ello se percibe, y esto ya se aborda en la segunda parte, cómo los problemas no se resuelven, sino que permanecen estables; tampoco se derrumba la sociedad, es un dulce “más de lo mismo”, todo sigue más o menos igual: Los problemas se enquistan, sobre ellos se debate sin parar, pero la estructura sigue inalterada. A esto le dimos el nombre de síndrome de estancamiento, que no solo hace referencia al estancamiento económico, también al deterioro institucional y al agotamiento cultural e intelectual bajo las condiciones de un elevado grado de prosperidad material y de desarrollo tecnológico. O sea, que podemos ser ricos e innovar tecnológicamente y, a la vez, encontrarnos en decadencia. “Una sociedad puede ser decadente sin estar necesariamente al borde del colapso” (R. Douthat).

Por último, se aborda la cuestión de la posible pérdida de identidad de Occidente. Más preocupante es ya la disputa en torno a nuestros fundamentos normativos. Lo que distinguía a Occidente era su capacidad para ir encauzando los conflictos a partir de todo un conjunto de principios y valores que tenían la virtud de ir integrando su pluralismo interno y su gran diversidad. Hoy seguimos recurriendo a ellos cuando buscamos autodefinirnos: Occidente es todo ese conjunto de principios que están detrás de la tradición de los derechos humanos, el respeto de la autonomía individual y el sistema democrático. Nos definimos a partir de una determinada identidad político-moral, no étnico-sustancial. Si esta identidad comienza a ponerse en cuestión ¿qué es lo que nos unifica, qué nos cohesiona?

La conclusión es que existe, en efecto, una erosión de la cultura política liberal -el pluralismo deviene en tribalismo y el individualismo en identitarismo-, provocando una nueva situación de confusión en torno a las bases normativas de nuestra democracia. Y a este respecto, las nuevas corrientes y actitudes populistas ofrecen un buen ejemplo. La conclusión general a la que se llega es que más que ante una crisis de Occidente propiamente dicha estaríamos ante un proceso de cierto “agotamiento civilizatorio”, ante una fase difícil en el devenir de nuestras sociedades, pero sin que esto impida que pueda recuperar su vigor y una mayor fase de estabilidad.