Según estudios empíricos recientes, la conciencia no es una voz interior que nos indica lo que es justo, sino un cálculo prudencial de lo que puede hacerse en beneficio propio sin riesgo de perder la reputación por violar las normas sociales. Esta interpretación tiene una base biológica evolutiva en los textos de Darwin y parece dar la razón a las propuestas naturalistas. Aprovechar estas aportaciones para orientar la acción es inteligente: ser altruista no es despilfarrar energías, sino invertir en capital social. 

Sin embargo, ¿qué queda de la conciencia, entendida al modo socrático como esa voz interior que insta a actuar con justicia, sean cuales fueren las consecuencias externas?, ¿de qué se habla  al defender la libertad de conciencia?, ¿tiene entidad la conciencia en un mundo de redes sociales?, ¿cómo criticar la corrupción o  el engaño si sólo el miedo a perder la reputación constituye la conciencia?, ¿cómo educar sujetos morales, que deberían ser la sustancia de una sociedad democrática?

            Sin esa obligación interna las personas quedan a merced de la presión social. Cosa que es preciso tener en cuenta para sobrevivir, pero para vivir una vida plenamente humana, resulta insuficiente. Educar para la autonomía,  que se teje a través del diálogo y la argumentación y por eso mismo no se deja embaucar por la fuerza de la presión social cuando es arbitraria, es indispensable para que no se extinga la vida moral.