La doble sentencia del Tribunal Europeo de Derecho Humanos sobre el caso Lautsi contra Italia se ha convertido en paradigma de la dificultad que Europa viene experimentando a la hora de fijar el adecuado emplazamiento de la religión en el ámbito público. Quizá porque en el problema se entrecruzan inadvertidamente dos aspectos bien distintos: si tiene sentido admitir a una religión ejercer el poder y qué relación guardan entre sí la racionalidad y la fe religiosa; si se concede prioridad al problema político: el admisible ejercicio del poder, o a la posibilidad de una razón práctica y su compatibilidad con la creencia religiosa. El no cognitivismo ético descarta la posibilidad de una dimensión racional de la praxis. Si algo caracteriza a la religión es su pretensión de verdad, cuya incompatibilidad con el no cognitivismo es obvia. ¿Es a la vez incompatible con la racionalidad moderna? La posibilidad de una razón práctica implica admitir la existencia de un logos, más allá de lo empíricamente constatable. ¿Tiene esto aún sentido en una cultura que, por postkantiana, se nos presenta como postmetafísica? La perplejidad se diluye admitiendo que la gestación religiosa de una propuesta ética no resta necesariamente racionalidad a su contenido. Lo que sería poco razonable es sustituir el confesional argumento de autoridad por un laicista argumento de no autoridad, que descalificaría sin debate cualquier proposición con pedigree religioso. ¿Estaría la religión en condiciones de aportar razones al discurso público? No parece que dejara de aportar razones Francisco de Vitoria al defender la igualdad. ¿Habría tenido sentido hacer callar al fraile acusándole de meterse en política y recluyéndolo en su convento? Más bien parecería una actitud discriminatoria por razón de religión. Cuando se olvida el juego de la razón práctica se malinterpreta la llamada a esa neutralidad que se mostró capaz de generar un espacio de tregua en la Europa sumida en guerras de religión. Esto habría resultado imposible sin la cognitivista convicción sobre la existencia de un derecho natural fruto de un indisimulado punto de partida creacionista. Para Grocio una concepción inmanentista del mundo sería tan poco neutral como otra basada en la transcendencia. Habermas aspira lograr un resultado similar en un contexto postmetafísico, recurriendo como plataforma a una ética del discurso, aun descartado el derecho natural. Como consecuencia, para ser ciudadano no se obligará a suscribir una práctica apostasía; es más, considerará necesario un novedoso enfoque postsecular, por el que creyente se verá exhortado a un exigente cambio de mentalidad; deberá asumir un proceso de aprendizaje, que le lleve a traducir sus propios argumentos de modo no ininteligible para el creyente. La consecuencia lógica será que a nadie pueda extrañar ni suscitar rechazo la presencia pública de aportaciones procedentes de las tradiciones religiosas de la sociedad, ni que resulte fácil detectarlas como fundamento no necesariamente consciente de planteamientos ya consolidados. Admitida en clave cognitivista una racionalidad práctica, sólo una caprichosa discriminación justificaría la exclusión de toda propuesta con posible parentesco religioso. Lo contrario equivaldría, para Habermas, a cegar una de las fuentes más eficaces de aportación de razones al debate público. Ello invita sin duda a un planteamiento político de la presencia de la religión en el ámbito público más atento a una laicidad positiva , descartando al laicismo empeñado en reducir en clave no ognitivista la racionalidad a poder.