La ciudadanía es el carácter de la comunidad civil (civitas), (ya se entienda como pueblo o como Estado), compuesta de seres libres e iguales, que permanecen en su autodeterminación de vivir bajo leyes comunes, que se han dado a sí mismos. El título de ciudadano cobra ahora, tras el pacto originario, una nueva y decisiva significación. Antes se entendía por ciudadano el miembro de una determinada ciudad con una dignidad o status peculiar, a veces con derechos específicos, por haber nacido en ella (el ciudadano ateniense o el de Esparta o el civis romanus), y pertenecer a su etnia, lengua, tradiciones. Aristóteles ya insistió en la eticidad específica de esta convivencia en la ciudad por estar basada en hábitos y leyes comunes. Pero la ciudad antigua se ha extendido ahora, en la modernidad, a una forma de convivencia civil, abierta e ilimitada. Va más allá de la convivencia preburguesa, en ciudades francas que comienzan desde finales de la Edad Media a ser núcleos de civilidad. Kant distingue así entre el burgués (Stadtbürger) con un status económico variable, y el ciudadano o miembro del Estado -(Staatbürger)-, al que define por el derecho a participar en el poder político mediante el voto. Ahora se trata de un título potencialmente universal, pues la nueva ciudad de los hombres libres e iguales abraza a cuantos se autodeterminan políticamente, más allá de sus vínculos étnicos y tradiciones culturales, dando lugar a un Estado constitucional. La sociedad civil es esencialmente distinta y contrapuesta a la comunidad doméstica o a la comunidad étno/cultural; no tiene su carácter de naturalidad ni su dimensión de pertenencia inmediata por vínculos ya dados naturalmente de sangre o de lengua. Es una sociedad moral, que se elige y en la que se ingresa por motivos racionales que determinan el pacto de convivencia. De ahí que la tendencia de las comunidades inmediatas de vida sea la de cerrarse por sí mismas, porque constituyen un destino. Si algo ha probado dramáticamente la historia contemporánea es que las comunidades dotadas de una identidad sustantiva fuerte, ya sea étnica, religiosa o ideológica, cuando quieren hacerla valer como último vínculo social efectivo, se vuelven forzosamente excluyentes y agresivas. Rechazan al que no se encuentra en comunión con esa identidad como un cuerpo extraño, que echa a perder la pureza de casta o de credo. Por el contrario, la societas civilis, es de suyo, según sus principios, una sociedad abierta, con una legislación potencialmente inclusiva, pues no hace distinción de etnias ni de tradiciones culturales. Tiene la capacidad de acrisolar esas instancias preexistentes de convivencia y darles un nuevo cuño.
La ciudadanía genera un status político, pues el ciudadano adquiere la personalidad civil de ser miembro de la civitas, y, por tanto, una nueva identidad constitucional, que permanece constante a pesar de que cambie sus identidades físicas, lingüísticas o culturales o sus patrones de comportamiento. Además, activamente considerada, es la ciudadanía una función civil, que comporta responsabilidades políticas, como votar, contribuir al erario público o defender la civitas y su Constitución. Ahora bien, el carácter definitorio del ciudadano es, según Kant, la co-legislación, es decir, la participación, conjuntamente con todos los otros en la elaboración de leyes de la ciudad. Tal co-legislacióm implica necesariamente que se hayan de fijar los modos de participación en la vida política, así como de la comunicación entre los ciudadanos. Sin estos requisitos es imposible proceder a establecer una legislación común. Pero el lógos dialógico o discursivo conlleva un nuevo ethos. Gracias a estas prácticas discursivas se puede llevar a cabo el reconocimiento recíproco de los ciudadanos, en su función y rendimiento efectivos, generando una amplia red de costumbres y actitudes cívicas, de tradiciones axiológicas y modos cooperativos, de virtudes públicas, específicos de lo que llamó Hegel la eticidad (Sittlichkeit). Y logos y ethos determinan, a su vez, un nuevo pathos o solidaridad civil, de más amplio radio y alcance moral que la simpatía de la lengua o de la sangre, pues no tiene que ver con lazos afectivos naturales, sino con la convicción ética de compartir, en cuanto hombres libres e iguales, un mismo destino como cuerpo político. Es a lo que se viene llamando patriotismo constitucional.